Este sábado murió Carlos Ávila, el empresario que impulsó la televisación del deporte en la Argentina al nivel actual. Creador de la empresa Torneos y Competencias, este hombre nacido en Asunción de Paraguay en 1942 (tenía 77 años) logró salir de la pobreza y convertirse en un referente en su área: cómo hacer del deporte un producto para degustar por TV.
Afectado por una enfermedad coronaria, Ávila falleció en el Instituto del Diágnóstico de la ciudad de Buenos Aires, donde estaba internado desde hacía una semana. El entierro será este domingo a las 10, en Memorial de Pilar.
Carlos Ávila nació en Asunción del Paraguay. Tan humilde era su origen que, de chico, lo ocultaba como podía. Papá, Aurelio, era político. Como incomodaba a los gobernantes, lo deportaron al interior del país. Allí murió sin conocer jamás a su único hijo. Mamá, Úrsula, era empleada doméstica en casas de familias ricas. Hasta los 13, Ávila compartió con ella habitación en el cuarto de servicio.
Llegaron a la Argentina en tren, a la estación Chacarita. Él tenía 4 años y aún recuerda ese día en el que todo cambiaría. También recuerda otro día helado, mucho antes, cuando partía de la mano de su madre por una calle de tierra, detrás una casilla fantasma: el hogar de los Ávila en Asunción. Allí entendió que era pobre. Y que si no hacía algo por torcer su destino, en su futuro habría más tierra y más casillas.
En Buenos Aires, mamá trabajó en una casona de Villa Devoto para un veterinario adinerado, Lanusse, que además criaba caballos, y luego para Gentile, un abogado de alta alcurnia. Mientras los niños Lanusse asistían a la Devoto School, Ávila cursaba en la Antonio Devoto, dos polos opuestos del mundo. Ávila convivía con los Lanusse, pero, cuando llegaba el verano, ellos disparaban a la costa y él debía permanecer en el mismo cuartito de servicio, en la ardiente Buenos Aires. O cuando había fiestas de 15, los Lanusse se ponían sus mejores pilchas y Carlos los veía partir con un lagrimón. No había fiestas para él ni para su madre.
Para desprenderse del estigma de ser el hijo de la empleada doméstica del barrio, Ávila se cambió a un colegio en Flores. Allí nadie lo conocía. Y podía levantar cabeza. Podía ser otro. Para hacer borrón y cuenta nueva, apenas contaba a grandes rasgos que vivía en Devoto con su mamá, que era viuda. Y listo el pollo. Hasta que un día un amigo rastreó su teléfono y, cuando llamó, descubrió que la casa pertenecía a la familia Gentile, ese abogado de renombre. Con cintura para inventar excusas, Ávila cubrió el malentendido con una explicación que le permitió seguir con su vida. Desde entonces, en Flores pudo hacer su propia historia. Tener su grupo de amigos. Y hasta lo invitaban a las fiestas de 15. Allí entendió que en este mundo no hay destino escrito de antemano.
A los 14 Ávila ( Cacho o el Negro para los compañeros) entró a trabajar como cadete en una agencia de publicidad. Estuvo hasta los 17 y llegó a formar parte del departamento de cine y televisión. Decidido y emprendedor, se hizo de un nombre y una reputación. Pasó de allí a dos colosos: Unilever y Nestlé. Como le gustaba el golf, decidió producir, con los conocimientos que traía, su propio programa en el Canal 2. Consiguió un crédito de US$50.000 y se tiró a la pileta, bolsa de palos incluida.
Y así fue como regresamos a aquel día en que Ávila puso un pie en los Estados Unidos y conoció las oficinas centrales de IMG, buscando material de archivo. IMG era un océano por el que nadaban 3.500 empleados sudando la camiseta en sedes de más de treinta países. En los ochenta ya era una corporación monstruosa: hoy en día produce 6.500 horas de programas deportivos al año, cubre doscientas clases de juegos y distribuye sus productos en más de doscientos países. En el archivo donde Ávila rastreaba imágenes de golf para su programa se apilaban, uf, 150.000 horas de programación. El golfista que buscara, la proeza que se le ocurriera del rubro bola y palito, lo atesoraban aquellos tapes. Ávila telefoneó a un amigo: "No sabés lo que es este lugar. Esto parece el siglo XXX", estaba impactado. "Es mucho más que el futuro".
En Cleveland conoció al padre de la criatura, el fundador de IMG: Mark McCormack, un abogado amante del golf que arrancó en los años cincuenta organizando exhibiciones de estrellas a lo largo y ancho de los Estados Unidos. Aquellos eventos lo envalentonaron. Diez años más tarde fundó la agencia IMG y firmó contrato con Arnold Palmer, su primer cliente, uno de los popes del golf de todos los tiempos. Luego lo sumaría a Jack Nicklaus, otra leyenda de los greens. Y, con el tiempo, ampliaría el campo de acción a los mejores de cada deporte. En tenis, a Björn Borg, Pete Sampras y Chris Evert. En automovilismo, a Michael Schumacher. En básquet, a Charles Barkley. Y en béisbol a Derek Jeter, capitán de los New York Yankees, una estrella que embolsa un salario de US$17 millones al año.
McCormack era la contracara de Ávila. Hijo único de un reconocido editor de Chicago, estudió en el prestigioso instituto William & Mary, donde cursó el presidente Thomas Jefferson ?el segundo establecimiento más antiguo del país, detrás de Harvard, y el primero en tener un código de honor entre alumnos?, y se recibió en Derecho en 1951 en la exclusiva Universidad de Yale. El encuentro con McCormack lo revolucionó. Además, vio de primera mano los programas que emitía a través de ESPN con tecnología de punta.
Entusiasmado e inspirado, Ávila regresó a la Argentina y produjo El deporte y el hombre, conducido por Pancho Ibáñez. Un mix deportivo que recogía el espíritu de aquellos programas de Primer Mundo siglo XXX. La emisión fue un éxito. El rating nunca bajaba de los dos dígitos. Ni lerdo ni perezoso, Ávila apostó al fútbol. Un rubro popular, es cierto, pero que, en términos de negocios, muchos pasaban por alto. En un partido no ibas a esperar más publicidades que de yerba, ginebra y alfajores. En 1985 desembarcó con Fútbol de Primera, y puso nombre, junto a un amigo gerente de la Ford, a su flamante productora: Torneos y Competencias. Con el tiempo, el fútbol trascendió fronteras sociales, y aquel programa conducido por la dupla Marcelo Araujo-Enrique Macaya Márquez se convirtió en la vidriera más importante de las marcas del país.
En 1991, tras un conflicto interno en la AFA, los gerentes de ATC le propusieron a Ávila quedarse con los derechos de transmisión del fútbol local. En abril firmó contrato por seis años. Ávila se comprometió a adelantarle a la AFA un millón y medio de dólares. El día del contrato, para sellar el acuerdo, giró 200.000. A la semana siguiente, el resto. Los cinco clubes más convocantes se quedaban con un millón de dólares por derechos de transmisión. El resto se repartía medio millón.
Y la AFA se comprometía a que ninguna otra señal pudiera emitir los partidos hasta un día después de la salida de Fútbol de Primera. Tras el acuerdo, el rating del programa se disparó por las nubes, las transmisiones se modernizaron y el segundo publicitario del programa se cotizó cual collar de esmeraldas.
Con el éxito a sus espaldas, Ávila estrenó su propia señal de cable, TyC Sports, y salió a disputarle el terreno a su admirado McCormack con la cadena ESPN. Mal no le fue: entre todos sus emprendimientos, facturaba US$150 millones al año. Y llegó a contar con un plantel fijo de 500 empleados. Como socios, tuvo a Liberty Media, a Telefónica, a Clarín, a Manzano, a Eurnekian, a Hadad, al magnate australiano Rupert Murdoch, y la lista sigue.
Con el correr de los torneos, Ávila se hizo más popular que los propios jugadores. Se tomaba fotos con Maradona y con Pelé. Con Tinelli y con Charly. Con Menem y con el papa Juan Pablo II. Amasó una fortuna que le permitió adornar su departamento en Palermo con originales de Soldi, Seguí y Xul Solar. Compró pisos en París, Nueva York y Miami. Adquirió dos canales de televisión, un diario y una línea aérea privada de aviones jets: Aero Vip. De 1974 a 2000 fue líder en la comercialización de la vía pública. Importó la señal Fox Sports e instaló, junto con Direct TV, la primera señal de golf 24 horas en Sudamérica, Golf Channel.
Aun cuando fuera uno de los empresarios más poderosos del planeta, el hombre que transformó la televisación deportiva en un negocio millonario, Carlos, ya consagrado, hojeaba día a día los avisos clasificados del diario La Nación. Y, si pedían gente de su rubro, mandaba el currículum adaptado a la demanda. Temía que, ante el mínimo descalabro, podía volver a aquella casilla en el medio de la nada. "Si me llamaban ?diría después? no iba. Pero no dejaba de probarme que podía estar a la altura del reto. Temía quedarme sin nada".
En el 2006 Ávila decidió retirarse de la empresa. Tres años más tarde, el Estado argentino se quedó con los derechos de transmisión del fútbol y su programa estandarte, Fútbol de Primera, se interrumpió. Retirado de los estadios y con más tiempo libre que nunca, hace deporte, le gusta comprarse ropa y sigue fiel a su pasión favorita: el golf. Pasa dos días a la semana en terapia, haciendo memoria de aquel tiempo en que vivía con mamá en el cuarto de servicio, cuando el éxito parecía heredarse de padres a hijos, y las fiestas de 15 y los asados los disfrutaban los otros. Días de calor y polvo en Asunción, sin padre ni hermanos. Ávila, de la mano de su madre, el sol cayendo a plomo. Y su sombra, proyectada a futuro, grande y prometedora.