El republicano triunfó en los comicios, en una reñida pelea voto a voto en estados clave. Asumirá el 20 de enero. El candidato que pudo contra todo y en dieciocho meses concretó una revolución política. Con el apoyo masivo de los estadounidenses blancos descontentos con las élites políticas y económicas, e inquietos por cambios demográficos acelerados, Trump rompió los pronósticos de los sondeos y logró una victoria que aboca a su país a lo desconocido. Nadie como Trump supo entender el hartazgo con el establishment, con el que se identificaba a Clinton.
El nuevo presidente de Estados Unidos es Donald Trump, el candidato republicano, magnate y empresario neoyorquino de 70 años, que aterrizó en la política como el representante antisistema que vino a patear el establishment estadounidense.
"Hillary me felicitó por la victoria", dijo Trump al hablar ante sus seguidores, minutos antes de las 3 de la mañana hora de Nueva York. Clinton no pronunció el tradicional discurso de aceptación de la derrota, y felicitó a Trump por teléfono.
"A todos los republicanos, demócratas e independientes en esta nación, les digo que es momento de que nos reconciliemos como un pueblo unido", agregó Trump en su discurso, en el que incluyó elogios a su rival, al asegurar que Estados Unidos tiene una "deuda de gratitud" con Clinton.
"Vamos a buscar alianzas, no conflictos con el mundo", agregó Trump. En esa línea, y ante la euforia de sus fans, destacó que Estados Unidos -bajo su gobierno- "estará de acuerdo con todos aquellos que quieran llevarse bien con nosotros".
El candidato pudo con todo: una fuerte presión de la prensa que jugó a favor de Hillary Clinton, al igual que toda una legión de celebridades que salieron a votar "demócrata" e hicieron parodias del neoyorquino, casi como si fuera una caricatura.
También sobrevivió a todo el carisma que el matrimonio Obama impuso en el final de la campaña electoral.
Pero nada pudo detener el fenómeno Trump. Ni siquiera las denuncias que le llovieron como acosador de mujeres. Su desconocimiento de las cuestiones más delicadas de política internacional. Y sus dichos homofóbicos tampoco importaron. Es más, por el contrario, calaron profundo en el interior del votante blanco estadounidense que salió a votarlo.
No sólo se impuso en el estratégico estado de Florida. También ganó en Ohio, aupado por los blancos de clase obrera de las zonas rurales y la región de los Apalaches, entre los que ya arrasó en las primarias, pese a que el actual presidente, Barack Obama, se adjudicó el estado las dos últimas elecciones gracias al voto urbano y afroamericano.
Este estado industrial del Medio Oeste se considera un barómetro electoral desde hace más de un siglo: quien ganó en Ohio fue presidente en 28 de los últimos 30 comicios y ningún conservador llegó a la Casa Blanca sin hacerse con sus votos electorales.
Los republicanos tienen su nicho de votos en el sur del estado, en las áreas rurales y en los condados de la región de los Apalaches, donde Trump arrasó en las primarias gracias al entusiasmo que su campaña ha despertado entre el votante blanco de clase trabajadora.
El mito de Ohio se sustenta en la estadística: tiene el mejor historial de los 50 estados en el voto por el candidato ganador, sus resultados siempre son muy parecidos a la media nacional y ha dado votos electorales (que se asignan en función de la población) decisivos al ganador más veces que ningún otro estado competitivo.
Trump, que ha prometido construir un muro en la frontera con México y prohibir la entrada de musulmanes a EE UU, ha demostrado que un hombre prácticamente solo, contra todo y contra todos, y sin depender de donantes multimillonarios, es capaz de llegar a la sala de mandos del poder mundial. A partir del 20 de enero, allí tendrá al alcance de la mano la maleta con los códigos nucleares y controlará las fuerzas armadas más letales de planeta, además de disponer de un púlpito único para dirigirse su país y marcar la agenda mundial. Desde la Casa Blanca podrá lanzarse, si cumple sus promesas, a batallas con países vecinos como México, al que quiere obligar a sufragar el muro. México, vecino y hasta ahora amigo de EE UU, será el primero en la agenda del presidente Trump.
Su mérito consistió en entender el malestar de los estadounidenses víctimas del vendaval de la globalización, las clases medias que no han dejado de perder poder adquisitivo en las últimas décadas, los que han visto cómo la Gran Recesión paralizaba el ascensor social, los que asisten desconcertados a los cambios demográficos y sociales en un país cuyas élites políticas y económicas les ignoran. Los blancos de clase trabajadora —una minoría antiguamente demócrata que compite con otras minorías como los latinos o los negros pero que carece de un estatus social de víctima— han encontrado en Trump al hombre providencial. También la corriente racista que existe en el país de la esclavitud y la segregación halló en Trump un líder a medida.
Los republicanos además retuvieron el control de ambas cámaras del Congreso, cuando se suponía que los demócratas iban a recuperar el control del Senado.
Los estadounidenses querían probar algo distinto, y en un año de cambio, después de ocho con un demócrata en la Casa Blanca, no había candidato más nuevo que Trump. Ninguno representaba mejor que él un puñetazo al sistema, el intento de hacer borrón y cuenta nueva con la clase política de uno y otro partido. No importaron sus salidas de tono constante, ni sus mentiras, ni sus ofensas a los excombatientes, ni sus declaraciones machistas. No importó que EE UU tuviese un presidente popular del mismo partido demócrata, ni que la economía hubiese crecido a ritmo sostenido en los últimos años y el desempleo se hubiese reducido a niveles de plena ocupación.
La victoria de Donald Trump deja una sociedad fracturada. Las minorías, las mujeres, los extranjeros que se han sentido insultados por Trump deberán acostumbrarse a verlo como presidente. También deja una sociedad con miedo. El presidente electo ha prometido deportar a los 11 millones de inmigrantes sin papeles, una operación logística con precedentes históricos siniestros. El veto a la entrada de los musulmanes vulnera los principios de igualdad consagrados en la Constitución de EE UU.
Su inexperiencia y escasa preparación alimentan la incógnita sobre cómo gobernará. Una teoría es que una vez en el despacho oval se moderará y que, de todos modos, el sistema de contrapoderes frene cualquier afán autoritario.
La otra es que, aunque este país no haya experimentado un régimen dictatorial en el pasado, las proclamas de Trump en campaña auguran una deriva autoritaria.
Hay momentos en los que las grandes naciones dan giro brusco. Cuando se trata de Estados Unidos de América, el giro afecta a toda la humanidad. El 8 de noviembre de 2016 puede pasar a la historia como uno de estos momentos.
fuente: agencias y el país madrid